miércoles, 11 de septiembre de 2013

El día que dejé de ser taurino



Foto de Jesús Navarro Rubio


 El día que dejé de ser taurino

            

Por aquellos años todos éramos taurinos, más o menos. Nadie se imaginaba una fiesta o feria sin el espectáculo de la tortura en la plaza. Los toros y en enaltecimiento de los toreros estaba en todas partes. El circo de la dictadura tenía tres patas: fútbol, toros y cante flamenco, siendo imposible escapar del tridente sin terminar damnificado. A mí no me gustaba el fútbol, pero decía que era del Atlético de Madrid, por llevar la contraria a la corriente mayoritaria, que eran del Real Madrid. El cante flamenco, no me terminaba, pero veía las películas de Manolo Escobar y Concha Velasco, que remedio, y hasta me gustaban. ¿Los toros? Mi padre, como todos los padres de la época, me llevaba al bar cada vez que retrasmitían una corrida. Recuerdo que esos días los campesinos por cuenta propia, como mi padre, dejaban antes las labores agrícolas para ir a los bares de Pinarejo a ver la corrida, en el cual no cabía ni una aguja, eso sí, todos varones de todas las edades.

     Terminó oficialmente la dictadura y comenzó su apéndice gatopardo, cambiar algo para seguir mandando los mismos, con cara más amable. Un trampantojo prolongado en el tiempo.

 

  En Pinarejo en 1983 en elecciones municipales ganó el PCE, que en coalición con el PSOE sumaban más que UCD y Falange. Por extraño que parezca, en una tierra como Castilla La Nueva, en esas elecciones democráticas, el partido más votado fue el Partido Comunista de España y nuestro alcalde fue Manuel Carretero Requena, del PCE, que junto a Emiliano Lavara fueron los artífices del comienzo de modernización del pueblo, desde el alcantarillado, el asfaltado de las calles hasta la línea telefónica automática, que lograron antes que en otros pueblos más importantes como Santa María del Campo Rus, La Alberca del Záncara o el mismo San Clemente.  

 

       Hoy en día, toda la Izquierda es antitaurina y está en contra de la tortura en la plaza de animales inocentes. Entonces todavía no, al contrario. La prioridad más importante de Manuel y Emiliano, siendo hombres de ideas avanzadas y cabales, era hacer las mejores fiestas que hasta entonces se habían llevado a cabo en Pinarejo, jugando como base principal los espectáculos taurinos.  

 

El día que dejé de ser taurino

 

 

Aquel 10 de septiembre de 1983 amaneció con una ligera llovizna, aire y un cielo gris que amenazaba tormenta en el momento que el cielo cesara. Estos pronósticos quebrantaban los deseos del alcalde y el teniente de alcalde. Querían que la fiesta taurina comenzase el día de la víspera. El teniente de alcalde, Emiliano, movía la cabeza de un lado a otro.

—Nunca se han traído unas vaquillas como estas, las mejores en años, ¡Eh, Manolo! Las mejores. Hay una que tiene unos cuernos de medio metro —decía Emiliano abriendo los brazos exageradamente, buscando la complicidad del alcalde —. Y ahora va a resultar que la lluvia nos va a joder las fiestas…

—Sí, claro que son las mejores con diferencia. Se nota que entiendes de ganado; aunque, hombre, la lluvia siempre viene bien… —respondió orgulloso el alcalde.

 

Las nubes desaparecieron y poco a poco, como atendiendo a los rezos laicos de aquellos primeros democráticos, se marcharon las nubes grises, siendo reemplazadas por las algodón de azúcar, quedando una tarde clara y limpia a la que sucedió una de esas esplendorosas noches estrelladas de plenilunio tan resplandeciente que parecía la luna el doble de grande de lo que realmente era.

 

  Aquel año, en Pinarejo las calles se encontraban adornadas con banderitas de todos los países del mundo, incluida la de la Unión Soviética y Cuba. No querían ser menos que los valientes vecinos de Santa María del Campo Rus que se enfrentaron al cabo de la Guardia Civil de tan triste memoria en la comarca.  Aquel cabo el año anterior durante las fiestas patronales de Santa María del Campo Rus, a pesar de ser oficialmente España una democracia, ordenó retirar de entre toda la macedonia multicolor las banderas del orbe, una por una las de la URSS y la de Cuba. No logró su objetivo de manera total por la oposición de muchos vecinos valientes que se enfrentaron al autoritario guardia civil. En Pinarejo, colocaron también las banderas, pero nadie dijo nada. Posiblemente alguien le habría informado al cabo de que Franco murió tres años antes y que sus ideas estaban más que apolilladas.

 

Tanto habían hablado de que eran las mejores vaquillas de la historia, que estábamos todos expectantes. Deberían haber llegado con la luz del día a las nueve, pero a las diez y media no habían llegado todavía. Posiblemente porque era sábado y los madrileños ya huían de la gran urbe intentando apurar los últimos días del verano. En los rostros de la gente se podía vislumbran las distintas sensaciones que cada cual experimentaba. Unos expresaban abiertamente sus dudas, otros ironizaban sobre la tardanza, y los más pedían paciencia. Lo cierto es que había más expectación en que en años anteriores ante la llegada de las vaquillas, que parecían retrasarse más de lo deseado.

 

Un rayo en la lejanía parecía anunciar tormenta, muy lejos debía ser, porque el cielo se vislumbraba bastante despejado. Pronto, a lo lejos, se vieron unas luces que parecían las de un camión acercándose por la carretera. Se le iluminó la cara del alcalde, sus ojos parecían bailarle de felicidad.

 

—Sí, ahí están, ahí están —gritó el alcalde comunista a teniente de alcalde socialista, a pesar de tenerlo al lado, sacando su viejo reloj Omega prendido de una cadena, del bolsillo de su chaleco.

 

Pero no, el camión, que también lleva vaquillas, continuó su camino en dirección a Santa María del Campo Rus, posiblemente hasta la Alberca del Záncara que comenzaban sus fiestas tres días más tarde.

 

—Son ya las diez y media —se lamentó, mientras observó cómo se perdía el camión dejando el resplandor rojizo de sus luces traseras en la lejanía.

 

— ¿Qué Manolo toreamos las vaquillas este año o las dejamos para febrero? —Gritó alguien en tono jocoso entre la multitud —Con Franco estas cosas no pasaban.

 

—Pasaban otras peores, ¡copón! Mucho peores —gritó otro de los presentes.

 

—Haya paz, haya paz —gritó a su vez Emiliano, el teniente de alcalde, que además era Juez de Paz.

 

El alcalde meneaba la cabeza de un lado a otro, mirando al teniente de alcalde, que quitaba importancia con un gesto dándole a entender que no hiciera caso, pero él también estaba nervioso. No se termina de fiar del ganadero: «por hacer la puñeta estos franquistas son capaces de todo», pensaba. Son los máximos representantes de aquella primera corporación democrática, personas honradas y trabajadoras elegidas por voto ciudadano, pero con muchos dispuestos a ponerles la zancadilla.

 

Un nuevo camión se acercaba renqueante, pero tampoco. En esta ocasión el camión era de gaseosas La Pitusa y otros refrescos, y aunque entonces la bebida mayoritaria era todavía el vino, también traía cervezas para abastecer los varios bares existentes en Pinarejo, actualmente queda sólo uno.

 

—¿Vienen las vaquillas metidas en gaseosas? Pues sí que son graciosas.

 

Alcalde y teniente de alcalde refunfuñan algo mientras siguen con la mirada las luces que se difuminan confundidas con las banderitas y los puestos de los feriantes a lo largo de toda la plaza de la Carrera. Todos se quedaron pendientes de la sonriente Pitusa y en sus coletas. Tan atentos estaban del camión de bebidas que, no se percatan de dos nuevos camiones que llegaban en dirección contraria sin ningún tipo de rotulación, ni tan siquiera: «animales vivos». Eran dos camiones de transporte normal con cajas de madera y barrotes de acero. Todavía no era obligatorio el famoso letrero “Animales vivos.  Los partidarios de la nueva corporación comenzaron a aplaudir, el alcalde se quitó la gorra y saludó al modo que lo hacen los toreros, brindando al público la llegada de los astados, incluso se atreve a lanzar la gorra al aire, que pronto se la devuelven al grito de:

 

—¡Manolo tápate la calva!

 

Por fin pararon los dos camiones delante de la multitud.  Uno de ellos lleva dos grandes cajones y el otro solo uno. Tras las indicaciones pertinentes los camiones se introducen en el corral, en el que entonces, que todos los años se utiliza como improvisada plaza de toros. La gente subió a los carros, que a modo de círculo formaba el ruedo en aquel inmenso corral de ganado, dejando una pequeña abertura para recular los camiones y bajar los animales. Una vez cerrado el círculo, bajaron el primer cajón abriendo la puerta de inmediato, y sin mucho entusiasmo salió una vaquilla con buen aspecto, pero nada que ver con esa maravilla que habían hablado los ediles. La pobre vaca, asustada y mareada por el viaje, comenzó a tambalearse dando traspiés y cayendo al suelo y levantándose con dificultad. En el ruedo varios muchachos con muletas intentaron conducirla a la cuadra para encerrarla, terminando  cogiéndola por los cuernos, entre risas  y burlas de los presentes. De inmediato algunos gritos y pitidos por la poca presencia del animal salen de los más críticos con la nueva corporación municipal.

 

   — ¿Estas son las vaquillas tan buenas que ibais a traer? Si parece una cabra…

 

El alcalde miró con extrañeza al teniente de alcalde, que además era ganadero, y es quien ha elegido a las vaquillas que se han de torear en el ruedo.  El teniente de alcalde le responde con un gesto con la mano y le susurra:

 

 —Tranquilo Manolo, que a estos los callamos, y esa cuando se le pase el mareo va a callar las risas de más de uno.

Una nueva vaquilla salió del segundo cajón, esta con mayor presencia, más grande de color rojizo. De inmediato no quedó ni un solo mozo en la plaza de mozos, como si fuese una ametralladora dio varias vueltas a la plaza haciendo que se parapetasen hasta los más valiente. Mientras que el alcalde y teniente de alcalde sonreían satisfechos.

 

 —Esta es hija de la ratona, seguro que es hija de la ratona, menuda fiesta hizo…—dijo un anciano desdentando casi voz en grito.

 

Al final los mismos jóvenes de antes se habían subido a los remolques se bajaron al ruedo y comenzaron a torearla con más miedo que vergüenza y pronto ni el «maletilla» contratado que aspiraba a ser torero, quedó en el ruedo.

 

—Esta impone —susurró el alcalde a su compañero de corporación.

 

—Pues espera a la otra —contestó el teniente de alcalde.

 

Ante un gesto del alcalde, se llevaron la segunda vaquilla hasta la cuadra.  Salió el primer camión del recinto y comenzó a recular el segundo.  Se acercaron al camión el teniente de alcalde, gritando algo, nadie le escuchó. Al final le quitó la trompeta al alguacil para ser escuchado.

 

—Todos fuera de la plaza. No quiero a nadie en el ruedo. A nadieeee…

 

Nadie pensó que la nueva vaquilla pudiera superar a la que acaban de encerrar.  Sin embargo, todos los espectadores enmudecen cuando el animal que hay dentro del cajón asomó un poco la cabeza, para automáticamente intentar meterse de nuevo en su interior.

 

Recula el anima hasta lo más profundo del cajón, escuchándose golpes del animal contra la madera. Fueron unos instantes; pero, el silencio provocado por la vaquilla fue absoluto. Aprovechando que de nuevo cerraron la puerta del cajón, más de la mitad de habían abandonado el ruedo, comenzaron a bajar.  Tenía unas inmensas astas y una mirada que incluso en la oscuridad denotaba bravura. Los mayorales desde lo alto del cajón comenzaron a gritar al animal y a pincharle con picas de rejoneo para que saliera.  Al final tras un fuerte resoplido, la vaquilla salió como impulsada por un resorte.  En segundos todo el recinto quedo sin un solo «torero». el que más y el que menos, con el corazón acelerado.

 

—Esta vaca no es para el pueblo. Ni siquiera para los Sanfermines de Pamplona —dijo uno de los habituales «toreros».

 

—Eso no son cuernos son horcas de acero afilado —replicó otro.

 

—Como pille a alguno no se comerá estas navidades los turrones —sentenciaba un tercero.

 

Comentarios similares comenzaron a escucharse.  Realmente impresionaba.  Algunos de los más jóvenes hacían amago de salir al ruedo, pero bastaba con que la vaca soltase el más mínimo bufido o mirase, para que antes de que el animal arrancase, saltasen todos los valientes a lo más alto de los carros.  Un joven robusto, de nombre Juan José, «El del Correo», por fin se decidió y se lanzó con un capote, dándole unos cuantos pases, estando a punto de ser embestido un par de veces, otro, Eustaquio, hizo lo propio.

—Si se sabe, se sabe —dijo orgulloso alguien, alabando a Juan José y a Eustaquio.

 

 

No fue fácil encerrarla y a las doce comenzaba el castillo de fuegos artificiales, finalmente entre los dos, lograron meterla aparte de sus compañeras. Era peligrosa hasta para las otras vaquillas.

 

El pueblo entero marchó a la Plaza, que nunca tuvo otro nombre ni durante la dictadura, no a tomar un excitante café con leche, tampoco una relajante taza de tila. Fueron a prender los fuegos artificiales seguidos de  la iluminaria (una gran hoguera de leña de encina) dando con ello, por fin, el comienzo a las fiestas del 11 de septiembre, las fiestas del verano en Pinarejo. Porque en Pinarejo tenemos unas segundas fiestas patronales el 5 de febrero, día de Santa Águeda; sin embargo, en aquellas lejanas fechas una parte importante de los pinarejeros se encontraban recolectando aceituna en tierras de Andalucía, por lo cual se decidió repetir las fiestas el 11 de septiembre. Fecha ideal en aquellos tiempos, ya se habían finalizado las labores de siega y trilla y todavía no había comenzado la vendimia.

 

  Tras el castillo de fuegos artificiales y prender la iluminaria, comenzó el baile en los antiguos silos o almacenes de trigo.  Terminado el baile, en torno a las cinco de la mañana, un grupo de ocho jóvenes, todavía andábamos dándole vueltas a la impresión causada por aquella vaca de gigantescas astas. A Alguien se le ocurrió:

 

—¿Y si vamos a torearla?

 

—¿A que no hay cojones? —añadió un segundo.

 

—Mejor no, que la vamos a malear —tercio un tercero, más precavido o temeroso.

 

 —Fulanito tiene miedo — arguyó otro.

 

— ¿Yo? Los cojones treinta y tres —protestó el acusado de tener miedo.

 

 De repente todo el grupo, tal vez gracias a algún cubalibre de más, sin estar ninguno borracho, estábamos decididos a demostrar lo valientes que éramos.  Eso a pesar de que algunos, como yo, teníamos mucho miedo, pero cuando se tiene veinte años pocos años está mal visto admitirlo, aunque te pueda ensartar una vaquilla como un pinchito moruno.

 

  Nos encaminamos al corral donde estaban encerradas las vaquillas, saltando las tapias sin ser vistos.  Ni cortos ni perezosos abrimos las puertas de la cuadra donde se encontraba aquel prodigioso animal.  Los más valientes comenzaron a correr delante, sin terminar de atreverse a torerla.

 

— Teníamos que haber traído un capote — dijo uno.

 

Mientras otro, más decidido, se quitaba un jersey rojo y comenzaba a llamar a la vaca.

 

Parte del grupo fuimos a por un carro de varas para que sirviese de de refugio en caso de embestida y lo colocamos en el centro del corral.  Pronto comenzaron los escarceos con el animal, mientras el del capote improvisado llamaba a la vaca, otro agarraba al animal del rabo, dándose la vuelta y corriendo tras de él, ayudándole la vaca a subir a un remolque con el morro, por suerte para él no lo hizo con los cuernos.  En el carro permanecían tres jóvenes que lo utilizaban a modo de columpio giratorio, según intentase cornear el animal por un lado u otro.  Alguien se acercó al carro con una piedra del tamaño de un melón para frenar las ruedas; pero ocurrió, que uno de los más valientes comenzó a torearla y la vaca de inmediato le tomó el pulso, lo tiró contra el suelo de una embestida, que, al tener los cuernos tan grandes y separados, y él estar tan delgado, pasaron las astas por los costados. Viendo el peligro que tenía nuestro amigo, uno agarró la piedra y antes de que el animal embistiese de nuevo, desde lo alto del carro, soltó la piedra sobre la cabeza del animal. La vaca, al instante, se le pusieron los ojos en blanco, y tras unos tambaleos cayó al suelo con las patas hacia arriba.  En ese preciso instante llegó alguien que golpeó con fuerza las puertas del recinto, dudo que fuese la Guardia Civil, a pesar de que desde el exterior gritaban:

 

—¡Alto a la guardia Civil!  Sabemos quiénes sois.

 

Automáticamente los ocho jóvenes, saltamos de los remolques a los tejados y abandonamos el corral, reuniéndonos fuera del pueblo, cerca del pozo de la Veguilla.

 

—Hemos matado a la vaca —se lamentaba uno.

 

—Ha costado ocho mil duros. —entonces hablábamos por duros —dijo uno que estaba al tanto del precio de la vaca.

 

 —Era la mejor vaca que se había traído nunca al pueblo —agregaba otro.

 

— Somos unos gilipollas —continuaba un tercero.

 

—No nos pongamos nerviosos. Nadie nos ha visto —dijo un cuarto.

 

—Hay que hablar con el alcalde y pagar la vaca entre los ocho.  No podemos joder así las fiestas, es dinero de todo el pueblo —añadía un quinto con más conciencia.

 

 Porque eso sí, entonces éramos taurinos, pero teníamos conciencia social, no en vano vivíamos en uno de los escasos pueblos con mayoría absoluta de las izquierdas, siendo el partido más votado el comunista, el segundo el socialista, tercero la UCD, y con un solo concejal Falange, allí, desde luego, estábamos de todas las tendencias en el grupo, porque la ideología no era impedimento para que fuésemos amigos.

 

— Llevas razón… ¿Pero ¿quién lo hace? ¿Cómo lo hacemos? —Preguntó un sexto.

 

—A mí, mis padres me dan mil duros para todas las fiestas, si doy los mil duros que me tocan me quedo sin fiestas, ni baile ni chorras en vinagre —se lamentaba un séptimo.

 

—Pues no queda otra que pagar la vaca entre los ocho, somos muchos para guardar un secreto tan grande y tarde o temprano se sabrá y será peor —sentenció el octavo.

 

Al final todos estuvimos de acuerdo en la propuesta de pagar la vaca de manera solidaria, ayudando a quien menos posibilidades tenían de pagar lo que le correspondía.

 

Aunque debamos por sentado que nuestros padres no serían muy condescendientes con nosotros y nos quedaríamos sí o sí, sin fiestas, todos éramos consecuentes en asumir nuestras acciones, con independencia de quién hubiese tirado la piedra, ninguno deberíamos de esconder la mano.

 

Nos separamos en grupos de dos y ya amaneciendo entramos por distintos puntos al pueblo, mientras en la plaza, todavía, mucha la gente permanecía aprovechando las ascuas de la iluminaria para hacerse unas chuletas de cordero y unas patatas asadas antes de irse a dormir.

 

      No habíamos dormido nada, pero no faltamos a la misa ni a la procesión para no levantar sospechas, a pesar de nuestra intención de pagar el importe. Al medio día, después de comer, fuimos acudiendo a uno de los bares de la plaza, el de EL VIVO, donde habíamos quedado para terminar de decidir el cómo y el cuándo cumpliríamos con nuestro deber ciudadano. Pronto llegó uno con la noticia:

 

—Los guardias dicen que saben quiénes fuimos —llegó diciendo uno.

 

 Todos pusimos cara de espanto. Eso era peor, porque si sabían de nuestra gamberrada quedaríamos muy mal a pesar de nuestras buenas intenciones. Sin embargo, se trataba de una broma. De las calles llegaron gritos y risas.  Salimos, como todo el mundo del bar para ver qué pasaba y pudimos ver como un grupo de gente entraba en la plaza corriendo, jóvenes, mujeres, hombres de todas las edades y principalmente chiquillos, entonces en Pinarejo todavía había gente.

 

— ¿Qué pasa?

 

— Nada que han encordado a la vaca de cuernos gigantes con una soga y está dando la mayor fiesta que ha habido nunca en Pinarejo —contestó un hombre de mediana edad.

 

—¿La vaca…la de los cuernos largos?

 

—Sí, se ve que se escapó de la cuadra y ha intentado escaparse del corral corneando los remolques, así que al final el animal ha quedado medio atontado. Le han atado una soga a los cuernos y la están paseando por el pueblo.

 

Sin creérnoslo mucho, pues dábamos por sentado que estaba muerta, nos acercamos pudiendo comprobar que el animal estaba vivo, pero falto de reflejos.  Llevaba una soga atada a los cuernos, sujetada en cada extremo por dos jóvenes robustos, que cuando intentaba embestir tiraban del lado contrario para que no llegase a la gente.  Algo muy divertido para todos los participantes…menos para la vaca.  Sus ojos de sufrimiento se me quedaron clavados en la mente por muchos días y noches en forma de pesadilla.

 

Sí, aquella vaca dio mucha fiesta, y nadie tuvo que pagar las cinco mil pesetas, pero…,

Ese día me di cuenta que nadie tiene derecho a hacer sufrir a un animal por diversión. La tradición no por repetida deja de ser una aberración, ya se torture o asesine personas o animales. La tortura no podía ser considerada «Fiesta Nacional» y mucho menos cultura. Aquel día decidí que nunca más asistiría para ver cómo se torturaba un animal.  Si de algo estoy convencido, tal vez gracias a esa gamberrada, es que las bestias estamos en el lado exterior de las jaulas.

 

©Paco Arenas, 11 DE SEPTIEMBRE DE 2013

 

 

Aviso: parte del relato no se ajusta totalmente a la realidad. No puedo saber lo que dijeron Manuel Carretero ni Emiliano Lavara, pero es una manera de rendir homenaje a dos personas a las que admiro.  No nombro a los gamberros de entonces,  sólo digo que yo sí participé en aquella gamberrada.


©Paco Arenas





      

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