viernes, 24 de enero de 2014

Los verbos, la ortografía, doña Matilde y el blanco de los ojos...( o cuando "la letra con sangre entra )



De izquierda a derecha, Antonio Pinto, Paco Navarro y Paco Martínez (Paco Arenas)
Posiblemente, Paco Navarro, fue uno de mis mejores amigos de la infancia.  El encontrarle a través de Facebook ha sacado a la luz muchos recuerdos almacenados en el viejo baúl de los recuerdos, donde un día estuvo la niñez y ahora se guardan múltiples canas o frentes despejadas.  Ambos llegamos a Ibiza casi al mismo tiempo. Por entonces ya había en la isla muchos andaluces, pero castellanos éramos muy pocos todavía. No es de extrañar que nuestras madres, siendo del mismo pueblo, entre tanta gente con acentos e idiomas diferentes al nuestro, tuviesen gran sintonía y amistad que de manera directa incidía en las nuestras.
Ellas solían ponerse de acuerdo a la hora de salir a comprar, ya fuese comida o ropa, y en no pocas ocasiones nos compraban ropa idéntica.  Además éramos amigos e íbamos siempre juntos, incluso durante el tiempo que no tuvimos colegio acudíamos juntos a las clases de aquel viejo profesor albino de apellido Mañanet.  Yo creo que aunque vistiésemos las mismas ropas, y tuviésemos ambos un muy marcado acento manchego, en contraposición al andaluz e ibicenco predominantes; no nos parecimos físicamente. Además, él iba un curso más adelantado que yo, por los meses de diferencia que nos llevábamos en edad. Íbamos, por tanto, a clases y cursos diferentes; aunque los mismos profesores.

Él era bastante mejor estudiante que yo.  Paco llevaba con soltura todas las asignaturas. Mientras que yo nunca me llevé bien ni con las matemáticas, ni tampoco con la gramática. Y como no distinguía la baca de la vaca, nunca llegué a comprender la razón ni la utilidad de conjugar los verbos y sabérselos de memoria, o la tontería de montar una “vaca” encima de un coche cuando se podía subir en un remolque. No me imaginaba al pobre animal espatarrada sobre un seiscientos.  Lo de poner acentos o tildes, qué manía de complicarse la vida.  Una pena de estudiante, falta de interés que todavía estoy pagando. Gracias al vicio de leer fui asimilando de manera natural, lo que en mi infancia fue un auténtico martirio.


 Siempre fui de mente distraída y andaba con mis fantasías animadas, lo cual cómo no podía ser de otro modo, me traía problemas.  Un día, la maestra, a la cual llamábamos con el muy pomposo nombre de doña Matilde —por supuesto de usted —tuvo la feliz idea, para mi desgracia,  de mandarnos estudiar los verbos; y lo que es peor, de preguntarlos.  Sobra decir, que naturalmente yo no me los supe, lo cual por otra parte era lo más normal.  Será consuelo de tontos, pero tampoco un tercio de la clase.   Doña Matilde se comprometió a que ese día todos nos los teníamos que ir a casa con ellos sabidos.

 Nos fue nombrando, uno por uno, a todos quienes habíamos sido incapaces de recitar los verbos como cacatúas; y como castigo, nos dejó sin lo mejor y más divertido que tiene la escuela, el recreo. No es necesario decir que no nos hizo ni pizca de gracia, pero agachamos la cabeza sin rechistar; intentando conjugar el verbo soñar.

Me encontraba totalmente abstraído en el aburrido estudio de los verbos cuando escuchó de la boca de doña Matilde el apellido de mi amigo y paisano:

— ¡Navarro!

Puesto que, mi apellido no era Navarro, continúe con los verbos:

(yo) soñaba
(tú) soñabas
(él) soñaba
(nosotros) soñábamos
(vosotros) soñabais
(ellos) soñaban…

  —¡Navarro!

Yo a la mía.

—Navarro.  ¡Márchate al recreo! Tú no estás castigado. —escuché de nuevo la voz de doña Matilde casi irritada.

Yo sabía, o al menos suponía que el “Navarro” en cuestión en realidad era yo, pero continuaba con mis verbos.

(yo) soñaría
(tú) soñarías
(él) soñaría
(nosotros) soñaríamos
(vosotros) soñaríais
(ellos) soñarían…

De improviso, noté un fuerte golpe sobre mi cabeza.  Como impulsado por un resorte, salté del pupitre mirando con enfado a la maestra. La cual se disponía a darme un segundo golpe — aquellos maestros del franquismos llevaban a rajatabla eso de que la “letra con sangre entra”. Aunque yo ya comenzaba a ser muy tímido —allá por los once o doce años —el golpe me hizo reaccionar, y paré el segundo golpe con la mano.

—¿Navarro, por qué no contestas cuando te hablo?

—Porque yo no me llamo Navarro, doña Matilde, sino Martínez —repliqué rascándome mi abundante cuero cabelludo.

Doña Matilde se percató de inmediato del error y dijo a modo de disculpa.

— Como os parecéis tanto…

No sé de donde saqué la fuerza, pues pese a mi gran timidez contesté con descaro a la maestra:

  —Sí, en el blanco de los ojos.

Doña Matilde me miró sorprendida, agacho la regla y me preguntó:

—Martínez, ¿te sabes los verbos?

— No, —respondí rascándome, casi desafiante.

— Anda, márchate al recreo...


Y así fue como doña Matilde cambio mi castigo por un fuerte reglazo en la cabeza. Que me mandase al recreo y que a partir de entonces fuese muy tolerante conmigo, tuvo sus efectos positivos y negativos. Por un lado me hacía leer las redacciones, al igual que otros maestros, como don Antonio, el cura de religión, o don José Torrent, el de historia. Al igual que ellos me felicitaba y a pesar de que, a la hora de corregir, llenaba mi cuaderno de letras y tildes de color rojo, siempre me aprobaba. Supongo que de haberme suspendido o ser yo más ambicioso en mis notas, me habría preocupado más por esas letras y acentos que ensuciaban mis cuadernos. 

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