viernes, 4 de abril de 2014

El milagro llega con sotana (Relato)



Como es sabido, después de terminada la guerra, el señor marqués  quedó   más bien más que inútil, para casi todo. No porque participase en la guerra, ya que todo el tiempo lo paso en  Roma, junto con su católica y huida majestad borbónica, donde dicen que se corrieron muchas juergas juntos, sin dejar lupanar del Lacio que no visitasen.  A raíz de ello, el marques quedo prácticamente inhabilitado para las artes amatorias, por suerte para Azucena.  Sin embargo Catalina, todavía era una mujer joven y apetecible, con carnes frescas y bien torneadas, aunque con curvas más prolongadas de la cuenta,

y no era lógico que se viese obligada a renunciar al placer conyugal,  porque su marido, quince años más viejo que ella, se hubiese sido visitante de lupanares al lado de un rey golfo cogiendo unas purgaciones  que le habían dejado útil para nada. Ella era muy cristiana y devota, lo llevaba bastante mal, pues notaba que lo de la resignación era una pesada lápida  sobre su joven cuerpo y sin querer notaba el deseo salir de sus entrañas, en incluso intentar  buscar  consuelo en su impotente marido, a pesar de lo resentida que estaba hacía él la nueva moral imperante la había seducido y todos los días que le resultaba posible acudía a la parroquia de los Doce Apóstoles y casi todos los días se confesaba  y comulgaba,   aceptando de buen grado la penitencia impuesta.  Pero por la noche el fuego le consumía las entrañas, sin poderlo remediar, y de nuevo pecaba con el pensamiento, pero solo con el pensamiento, sin que se le pasase por la cabeza pecar ni con el dedo índice.   La beata marquesa, desde su regreso de Roma,   todos los años, el primer viernes de marzo,  peregrinaba ante el Cristo de Medinaceli a pedirle cura para su marido, con la cual no debiera serle infiel ni con el pensamiento.

Al tercer año, de penitencia y castidad, cuando ella ya comenzaba a perder la fe,  las circunstancias o el Cristo de Medinaceli, obraron el milagro, no es que encontrase cura para los males que aquejaban a su impotente marido, por entonces la Viagra no estaba ni en proyecto.  Pero si encontró la cura para sus males, o mejor dicho el cura con sotana.   Doña Catalina se arrodillo ante el confesionario , tras los “avemarías purísimas” preceptivos, comenzó su lista de ignominiosos pecados  del pensamiento, explayándose más que en otras ocasiones, ignoraba el motivo, algo en la voz del sacerdote le invitaba a la confidencia, su voz le resultaba acariciadoramente familiar, sin llegar a serle conocida, solo cuando él la nombró por su nombre, reconoció al sacerdote.

-          Catalina, yo te absuelvo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

-          ¡Fausto! – Exclamó asombrada, notando como sus mejillas le ardían como si fuese una adolescente.

Si era Don Fausto, antiguo amigo de su lejana adolescencia, su primer “novio”, con el que tan solo había llegado a darse un casto beso en la mejilla, en aquellos lejanos años del inicio de la República.   Catalina, la señora marquesa sabía que cuando ella pensaba que sería el hombre con el que pasaría el resto de su vida, los padres de Fausto lo metieron en un Seminario, con lo cual ella termino de esposa del marqués de Bastardía, quince años mayor que ella. 


 Este fortuito encuentro hizo que don Fausto  se convirtiese, no solo en su confesor sino también en  confidente.  Con lo cual  le ayudo  en no pocas ocasiones a pasar cristianamente la vigilia carnal a la que estaba sometida, la pobre marquesa, todavía llena de vitalidad. Azucena veía con mucha frecuencia la llegada del sacerdote, unas veces para reconfortar  al pobre y enfermo señor marqués, otras sucedían cosas extrañas, especialmente cuando el señor marqués debido a sus múltiples achaques pasaba largas temporadas en su casa solariega de la Sierra.  Esos días eran especialmente queridos por la buena de Azucena, porque sabía que media hora después de la llegada del sacerdote, le daba libre, como quien no quiere la cosa.

-              Azucena, querida, cuando traigas el café y las pastas, recoges la cocina y te marchas a casa, que seguro que estarás cansada.-  Decía extremadamente cariñosa la señora marquesa. 

Al día siguiente, Azucena  creía ver indicios de batallas amorosas, o algo parecido, las sabanas fuera sacadas del embozó, un mayor desorden en el cuarto… Ella sospechaba, pero nada decía, incluso le daba pena el sacerdote, buena cristiana, no tenía nada contra él, y en alguna ocasión pensó  en no prepararle su exquisito café, pero ante el temor de ser descubierta, terminaba elaborándolo de igual manera.   Un día ocurrió, lo que debía de ocurrir, Azucena se olvidó las llaves de su casa, regresando a casa del señor marqués a recogerla, como quiera, que la señora marquesa le había dicho que iba a ir al Rosario, entro sin llamar a recoger sus llaves, pensando que no había nadie en la casa, pero para su sorpresa escucho chirriar de los muelles del  somier y gemidos de alguien, que le parecieron de la señora marquesa ,  pero no eran de dolor, al contrario, lo debía estar pasando muy bien.  Con precaución se acercó y pudo ver a través de la cerradura,  por primera vez, aparte de su Pepe, a un hombre desnudo, de rodillas, era el sacerdote pero no estaba rezando, y la señora marquesa con las ubres colgando en una posición comprometida, para casi acto seguido ver como a pesar de sus carnes, la señora marquesa mostraba una excelente agilidad cabalgando como hábil amazona sobre el cuerpo del sacerdote .   Y ella que pensaba que los curas estaba capados, el miembro del sacerdote y la escena le impresiono tanto, que  aquella  noche sorprendió a su desconcertado Pepe, esa noche fue Azucena quien tomó la iniciativa y descubrió que ella, a pesar de no haber tomado clases de equitación, podía llegar a ser mejor amazona que la señora marquesa, más teniendo en cuenta su juventud y predisposición para hacer feliz a su Pepe. 


Esta situación duró poco más de tres años, sin que nadie, salvo Azucena sospechase nada.  En ocasiones  Azucena llegaba a escuchar como ambos amantes hablaban  de sus pecados y de la posibilidad de ir al infierno sino buscaban remedio.   Fustas y cilicios aparecieron en el dormitorio de los señores marqueses y sangre en las sábanas.  Azucena sabía que no debía pedir explicaciones y no las pidió, sin embargo tampoco llegó a comprender muy bien lo que estaba pasando en aquel dormitorio, aparte de la visión que tuvo aquella tarde. La cuestión, es que el sacerdote, no se sabe bien la razón, aunque es de suponer, termino yéndose a las misiones y  a la señora marquesa de repente le entro una necesidad de cariño por parte del señor marqués, de manera, cuanto menos sospechosa, por los achaques ya mencionados, no obstante...  Pocos meses después se producía el milagro,  una preciosa niña rubia de nombre  Clara, curiosamente el mismo nombre de la madre del sacerdote, aunque el sacerdote ya estaba en las inhóspitas  tierras africanas.

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