miércoles, 18 de mayo de 2016

Reencarnación.(Fantasía quijotesca)

En Pinarejo, un lugar de La Mancha de cuyo nombre no puedo, ni quiero olvidarme, existe un viejo cementerio abandonado desde casi dos siglos, reconvertido, ahora, en un hermoso parque municipal. Nadie sabe muy bien lo que ocurrió aquel veintitrés de abril de 2016, solo dos personas, y el ojo que todo lo ve

Siendo que el antiguo cementerio se encontraba de espaldas al pueblo, y nada hacía recordar su antigua usanza, era y es lugar, donde algunas parejas de novios suelen ir a «tontear» y a los quehaceres propios de su juventud desbordante, capaces de levantar a los muertos que bajo la tierra yacen.

 «No será por falta de trigales y eras en aquellas inmensas llanuras de La Mancha.

 Posiblemente alguno de esos difuntos pensaría, si es que los sesos no tenía secos.

  A ese lugar gustaban ir aquella pareja de veinteañeros: Alonso Toboso y Dulcinea Quijano. Nada más conocerse supieron que eran el uno para el otro y que, tal vez, si se casaban y tenían hijos, no estaría demás cambiar el orden de los apellidos tan acordes con la historia quijotesca.

Pero no, ni Alonso Toboso pensaba en tener hijos tan pronto, ni por supuesto Dulcinea Quijano, que no se planteaba, ni en sus peores pesadillas, ser madre antes de los treinta o cuarenta años.

—Lo tienes claro, que dicen que se caen las tetas —le dijo ella, cierta vez que él se lo mencionó.

La joven pareja aquella noche del 22 al 23 de abril, día de Castilla y del Libro, pasaron la noche tomando cañas y tapas, en Villarrobledo, terminando la jornada en un pub de San Clemente. Era una noche bastante cálida, para ser abril. La luna rosada estimulaba las muestras de cariño. Decidieron parar en el parque del viejo cementerio, a disfrutar de la maravillosa luna llena y del cielo estrellado, y lo que surgiese.  Habían bebido, no lo vamos a negar, Alonso más de lo conveniente, hasta el punto que no dudó un instante en que condujese Dulcinea su flamante Audi A-4, a pesar de tener el carné menos de un mes.

 Era tal el silencio, que hasta los besos se escuchaban como un eco. El resbalar de la ropa al desprenderse de las suaves epidermis, parecía el rascar de una lija contra la madera. Las miradas, frente a frente, los labios y las manos, buscaban en la oscuridad los rincones del cuerpo antagónico. El sonido de cualquier pajarillo, provocaba que uno u otro levantara la cabeza para mirar con el rabillo del ojo a ver si otros ojos ajenos a ellos, desde la oscura noche los observaban.

—No hagas tanto ruido, que mis abuelos viven cerca —se quejó ella.

—¿Menos? —Protestó él.

—Sí, además, estamos en un cementerio… —susurró ella —, hablas muy fuerte.

—Si estaba callado, y para tu tranquilidad te diré que hace más de doscientos años que no se entierra a nadie aquí —dijo, buscando sus labios.

Y era verdad, sin embargo, de alguna manera, aquel sitio imponía. En la memoria de todos estaba, no el parque que ahora era, sino el cementerio que un día fue.

—¿Encendemos un canuto? —propuso él.

—¿Ahora?, desnudos como estamos, nos vamos a poner a fumar un porro, ¿estamos locos? ¿Qué quieres que salga la vieja del visillo y mañana salgamos en los periódicos?

—Es que parece que te noto tensa.

—Tú a la faena.  No tenemos toda la noche, que antes de que se levante mi padre para ir con las ovejas, tengo que estar en la cama.

  Y él, obediente se puso a la faena, hasta que Dulcinea comenzó a escuchar airadas voces que provenían desde algún lado que no supo dilucidar y que pensó que serían de la radio.

—Te noto tensa…—dijo él de nuevo.

—He oído como una conversación, será la radio —respondió ella, mirando en dirección al coche, a pesar de haber dejado de escuchar nada.

—No digas tonterías, si hasta la radio tenemos apagada, ¿cómo vas a escuchar voces?

—Pues a lo mejor eso es lo que pasa, yo sin música no puedo. ¡Ea! —y Dulcinea Quijano se levantó acercándose hasta el Audi poniendo música suave.

—Si habías dicho que no querías ruido, que no querías salir en los periódicos…

—Túmbate, que ahora verás lo que es bueno…

—¿Ya no escuchas voces?

—¡Que te calles! O te quedas sin azucarillo, ¡Ea! He dicho.   Aprende, mocoso, que ahora veras— se burló ella, colocándose en jarras sobre él.

Sin embargo, Dulcinea no pudo dar la lección, el pajarillo parecía caído antes de la batalla y ni con el boca a boca lo pudo resucitar.

—No puedo, no sé qué me pasa, a lo mejor… —se disculpó abrumado él —. Si quieres lo dejamos.

—Ni de broma, con el frío que estoy pasando.  para eso estoy yo, necesito ascuas, que el puchero está hirviendo.

—Esto no me ha pasado nunca, mejor lo dejamos.

—¿Qué? ¡Joder tío! Me apetece ¿Acaso no te gusto?

—Si eres la caña.  No es eso, yo también oigo voces. Tía, debo estar muy borracho, algo me han echado en el cubata…

—Pues yo no me puedo quedar así, así que tu verás, tú siempre has tenido la lengua larga… —no se resignó ella, a quedarse a dos velas.

—Y tú la falda corta. Si me amorró al pilón, poto hasta la papilla que me dio mi madre —dijo él con pesar —sabes que me gustas y mucho.

—¡Vale, tú ganas! Nos vestimos y nos vamos, y ya veremos cuándo, esto no se hace… ¡Ea!

—Cariño, te lo juro, lo siento, no volverá a pasar…

—No me jodas, que eso ya lo dijo un ladrón cuando lo pillaron, y siguió robando. Así que no me chochees tan pronto, ¡coño! Que como me cabree, no va a volver a pasar, al menos contigo, ya estoy harta y soy capaz de mandarte a Dubái. ¡Ea!

—¿Tú no escuchabas voces? —Se sorprendió Alonso.

—Ni mu, y mira que tengo el oído fino. Lo de las voces me lo había inventado, pero vale, vamos —dijo, sin estar muy segura si mentía o no.

Se vistieron de nuevo, y Dulcinea, casi amenazando con irse a dormir a casa de sus abuelos. Al final se sentaron en el coche a fumarse el porro, que ya tenía liado Alonso. Decidió encenderlo, a ver si se ponía a tono, ya descartando la despedida que ambos habrían deseado. Las vacaciones universitarias terminaban y querían celebrarlo como «Dios manda» con una noche toledana de sexo y placer infinito en el corazón de la Mancha Conquense, sobre la mullida hierba de un viejo cementerio.

—Todo es por culpa de la bebida, tía nos hemos pasado, no sé, ni como hemos llegado al pueblo.

—¿Borrachos? Borracho tú, yo no.

  La joven pareja, después del porro, ya no escuchaba voces, y entre bromas y veras terminaron de nuevo sobre la mullida hierba.

—¡Dios mío! Joder, cuanto te quiero, Dulcinea de mi corazón... —dijo él, contento, por el despertar del gorrión, buscando debajo de la minifalda ese recóndito y jugoso lugar tras el triángulo del tanga roto.

—Mi amor, no hace falta que digas lo que me quieres, pero la amazona soy yo —replicó ella irónica, empujando a su novio y tomando posesión de la cremallera de su pantalón.

—Cariño, me has dejado trabado como las mulas de Pascual —se quejó él, con los pantalones a la altura de las rodillas.

—Tú déjate hacer, que quien se debe espatarrar soy yo —replicó ella jugando con el pajarito, con cuidado, no fuese a comenzar a piar antes de la cuenta.

Viendo el peligro de quedarse a dos velas mirando la luna, sin dilación, se sentó sobre la silla de montar, demostrando su destreza cual intrépida amazona, cortando el viento con las manos sobre el depilado torso de él y después, demostrando su pericia, irguiéndose con las manos intentando atrapar la luna con los ojos.

Fue él quien, ahora, escuchó aquellas aireadas voces claramente perceptibles; aunque, no las entendía bien. Alonso las achacó al porro y los güisquis. Como estaba a punto de ver las estrellas a través de ella, intentó continuar haciendo el amor.

 Entonces, Alonso escuchó una voz clara, a pesar de salir de ultratumba. Él, que hasta ese momento se había dejado llevar al vaivén del vigoroso y coordinado baile de Dulcinea, se sintió asustado, quedando paralizado, provocando que su espada erguida, que señalaba a la luna en el interior del universo que ella tenía entre sus piernas, comenzase a contraerse poco a poco, como por arte de magia, sin que ella, por el frenesí de la batalla, terminase de percatarse.  Por esa ignorancia, Dulcinea, cual ágil amazona, poseída por una fuerza cósmica, continuaba cabalgando y decidida a correr por las inmensas llanuras de la Mancha, viendo las constelaciones de las estrellas y el fulgor de la luna sobre sus resplandecientes senos, que él con sus manos se empeñaba, a pesar de todo, en seguir acariciando, por si ella no se daba cuenta. Más, cuando ella estaba a punto de llegar a la Constelación de Orión, o lo que los enamorados llaman el séptimo cielo, se quedó paralizada, al notar que la espada de Alonso, se desinfló totalmente, cual pompa de chicle desabrido, con sabor a nada. Dejó de mirar a las estrellas, para mirar fijamente a su enamorado. El cual, aturdido, no sabía qué decisión tomar, ni qué decir.

—Escucho voces que salen de debajo de la tierra —intentó disculparse él, ante tan inesperada novedad.

—¡Amor mío! Podías haberte quedado sordo un momentillo. Estaba a punto de llegar a tocar el cielo con las manos, ¡jodeeer! —le reprochó ella —deberías dejar de mezclar el güisqui con los porros...

Dulcinea, resignada, terminó descabalgando de su montura, pues no había pomo en la que acomodarse, y no era cuestión de cabalgar a pelo sin nada a lo que agarrarse. Se subió lo que quedaba del tanga y se bajó la falda con enojo, poniéndose de pie, de un salto.

Entonces, ella, que no había bebido güisqui, y apenas le había dado un par de caladas al porro, escuchó también las voces. Se quedó paralizada de miedo. Su novio, sin embargo, pegó un salto impresionante, como si ahora una lanza se le hubiese clavado en las nalgas, cerca de la curcusilla, deshonrándole. En un instante se subió pantalones y cremallera, provocando una pesadilla en su flácido pellejo.  El grito desgarrador del muchacho atravesó las llanuras verdes de toda la Mancha. Por supuesto también quedó paralizado, con la vista perdida en un punto de su cremallera. Las voces se escuchaban ahora con claridad meridiana. Ambos hubieran deseado salir corriendo, pero aquellas palabras surgidas de las entrañas de la tierra se lo impedían…

—¡Feliz algarabía! ¡Quietos ahí malandrines! Llevamos cuatrocientos años en esta tumba, envueltos entre las tinieblas de la historia y la ficción.

—¡Vamos, vamos! Me dan miedo los muertos —dijo ella, estirando del brazo de él, que continuaba peleando con la cremallera.

—No teman jovenzuelos, más les valdría ponerse a la defensiva contra los vivos, que los muertos no tenemos peligro alguno. No obstante, tenemos derecho a decir la verdad, nuestra verdad —se escuchó todavía más clara la voz.

Alonso y Dulcinea, se miraron fijamente, preguntándose en la oscuridad, si los dos habían escuchado lo mismo. Pero ya no se repitió ninguna voz. Lo cual permitió a ella tomar la iniciativa para liberar al pajarito de la trampa de la cremallera, que en otras circunstancias el mero roce hubiera provocado la resurrección del soldado caído. No obstante, ahora, entre el miedo y el peligro era solo un colgajo de pellejo atrapado, por una cremallera «made in China», afortunadamente, de muy mala calidad.

—Dios mío, no sé si la salvaremos —bromeó ella con risa nerviosa, mientras que con manos diestras liberaba el apéndice de Pedro, que, en tantas ocasiones, le había hecho disfrutar de las constelaciones del séptimo cielo, incluso con el sol de fuera.

— ¡Copón!  No me jodas... – exclamó él asustado, sin saber si más por la voz surgida de ultratumba o por la posibilidad de la decapitación de su pajarito.

—La muerte reta a la vida, amigo Sancho, nunca una mejor oportunidad tuvimos, para despojarnos de la maldición del sabio Frestón…

De nuevo Alonso y Dulcinea escucharon esa voz.

Con cada cosa en su lugar, se abrazaron, se besaron y agarraron sus manos dispuestos salir corriendo. Imposible, sus pies estaban pegados a la hierba. Ella, que todavía guardaba la compostura, pensó que, si se despojada de los zapatos podría salir corriendo, y así se lo indicó a él con la mirada, cogiendo sus zapatos en la mano.

—Mi amo, horadáis la confianza que pusisteis en mi persona, cuando os juré que saldríais de esta sepultura.  No como vino trasañejo y avinagrado, sino cual brioso doncel que aspira a ser gentil caballero…

La voz era distinta, su tono más agudo, tenía la ironía y el deje de los campesinos de la Mancha.  Los jóvenes se miraron asustados. De improviso Alonso tembló como si le diese un pasmo, y pareció, a los ojos de Dulcinea, crecer medio palmo. Entonces, Alonso sonrió con cara de felicidad.

—Al fin puedo veros amada mía. Cuatro siglos esperando poder amaros, con la pasión contenida de la sepultura guardada en sudario de esparto…

La muchacha creía que sus ojos saldrían de sus órbitas.  Tan paralizada como asustada, miraba a su novio, que ya sabía que no era su novio, por mucho que la mirase con ojos amorosos. De debajo de la tierra surgió una nueva voz, en esta ocasión de campesina manchega, que utilizaba palabras perdidas en la noche de los tiempos, incluso en la Mancha:

—¡Pardiez! En ningún tiempo vi a un viejo jamelgo transmutar en tan gentil mozuelo.

Fue ahora la muchacha quien notó que un escalofrío le recorría todo su cuerpo. Sus asustadas pupilas se tornaron en apasionados ojos de lujuria y deseo. Se arrodilló ante Alonso y con una voz dulce y desconocida, hasta para ella, contestó:

—Sí, sí mi valeroso caballero, acepto ser vuestra esposa para toda la eternidad. Lo que cuatrocientos años negué a un viejo chocho, ruego a tan gentil caballero que, sin más dilación, me hagáis vuestra aquí y ahora en este camposanto…

Y anhelante se abrazó a Alonso. Intentando besarlo.

—Quieta, pardiez, bella dama, que nada es un caballero sin su Escudero, ni siquiera en la cama —contestó Alonso, ahora Quijano, a Dulcinea, ahora del Toboso.

—Por mí, no os preocupéis señor, mi amo. Llevo cuatrocientos años gozando al lado de mi amada, la sin igual mujer de la Mancha, mi querida Teresa Cascajo.

Entonces Alonso abrazo a Dulcinea y cayeron sobre la hierba, allí donde momentos antes otro Alonso y otra Dulcinea, interrumpiesen el acto amoroso. Nadie que hubiera pasado por allí se habría percatado de que aquellos que hacían el amor en aquellos instantes, con la desesperación de cuatrocientos años de abstinencia, no eran Alonso Toboso y Dulcinea Quijano, sino que Alonso Quijano y Dulcinea del Toboso, por mucho que Alonso Toboso hubiera crecido un palmo en cuestión de segundos y Dulcinea Quijano, daba la sensación de haber salido de un quirófano de agrandamiento de prótesis mamarias.

 A unos metros tendidos sobre la hierba se encontraban gozando del frescor de las estrellas Sancho Panza y su amada Teresa Cascajo, los cuales tampoco perdían el tiempo.

En colina opuesta se encuentra, al otro lado de Pinarejo, el parque del molino nuevo, a quinientos metros del cementerio nuevo. El molino nuevo con sus aspas de adorno, soldadas a la estructura del edificio, comenzaron a girar como si un fuerte viento las agitase; sin embargo, ni la más ligera brisa corría.

©Paco Arenas

Relato incluido en el libro ©Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre

 


 

 

 

 

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