lunes, 6 de junio de 2016

Quien no quiera polvo, no vaya a la era


Dedicado a todos aquellos que fundían el sudor de sus cuerpos con el polvo de la mies, aquellos que desde la salida del sol hasta después del crepúsculo, llevaban la aspereza en la garganta y a pesar de ello no perdían la sonrisa. Y muy especialmente a las gentes de Villarejo de Fuentes, que con esta foto me inspiraron esta historia. 


Quien no quiera polvo, no vaya a la era, forma parte del libro Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre, disponible a través del autor y en Amazon.


Un grupo de golondrinas salen presurosas de sus nidos ante aquel infernal ruido. Susana, que está llenando el cántaro en la fuente, se gira sobresaltada al escuchar un ruido infernal, entonces ve por primera vez aquel carro sin caballos que lo arrastren, el cual va dando tumbos sobre un firme de tierra mal abrazado que desprende y salpica cantos entre las polvorientas calles de Villarejo de Fuentes. A Elena que está al lado de la ventana de su casa, en la calle de Tres ojos, dándole de mamar a su pequeño, casi se le corta la leche de por vida, del susto que se llevó al caérsele el chiquillo de los brazos, que si la criatura no se le desnucó fue gracias al gato que tenía en durmiendo en los pies.  Ese día el gato consumió una de sus siete vidas, pues la cabeza del infante era de marca mayor.  No menos grave pudo ser lo ocurrido a la hacendosa Gertrudis, que estaba bordando su ajuar en la misma calle de Tres ojos, tan absorta estaba en el bordado y tan cerca de la sábana, que casi se mete la aguja en el ojo. Poco faltó para perder un ojo, y tuerta seguro que no la habría querido Juan Pedro, su novio, que le decía:

—Vives en la calle de Tres ojos, y hasta el tercero tienes hermoso.

El cojo Lorenzo, dio un traspiés y no cayó de bruces gracias a Teresa, la lechera, que llevaba media cántara de leche recién ordeñada, la cual se derramó.  No, Lorenzo no cayó al suelo, pero se llevó una buena bofetada a palma abierta de la susodicha lechera, no por haberse derramado la leche, sino por el lugar donde se agarró el cojo para no caer, que fue a la cintura de la falda, bajando hasta las enaguas de la muchacha, para delicia de tres chiquillos que estaban jugando al tejo. No fue para el cojo, que nada llegó a ver, pues entre la torta calentita y la rapidez de Teresa en subirse las sayas, se quedó a oscuras.

—Mujer, fue sin intención —no obstante, se disculpó el pobre hombre.

—Es que, es que... la leche, ¡coño!  —titubeó sin saber cómo reaccionar la pobre lechera, que esa tarde no haría queso.

El coche continuó circulando por la plaza del Pilar con su bocina escandalosa y su traqueteo infernal, aquel artilugio ha roto la paz y el silencio de las buenas gentes que a esa hora se encuentran echado la siesta, no reparadora, porque quienes echan la siesta a esas horas en el mes de julio, por regla general no llegan a cansarse nunca. También puede ser que nacieran cansados y en ese caso lo necesiten.

La gente que sí está cansada, a esas horas del mes de julio, se encuentran en la era, y no tienen derecho a estar cansados, son los siervos de la gleba, los jornaleros que trabajan para el señorito. Ellos, los jornaleros, con sus familias, niños incluidos, se encuentran realizando las labores de trillado y ablentado, bajo un sol de justicia. Sudorosos, empapados de una mezcolanza de sudor y el polvo que desprende la mies. Si se quedan quietos unos instantes, para echar un trago de agua, que ni tragan y escupen, se asemejan a figuras de barro, de terracota, salidas del taller de un alfarero, aún sin pulir. Claro, que no dan opción al secado, no paran, están en continuo movimiento. Unos descargan las gavillas de los carros, otros con horcas de madera la expanden sobre el recorrido del trillo. Quien ablenta lleva ritmo acompasado, pero con brío. Quienes meten el grano en costales, parece como si el mundo se fuese a acabar y necesitase meter todo el trigo de Castilla en esa tarde. La trilla o trillo, pasa sus cortantes pedernales sin parar un instante, cargado de chiquillos que ríen como si estuviesen de fiesta.

A medida que avanza el diabólico artilugio, comienzan a escucharse murmullos de quienes alterados despiertan, también algún grito airado de quienes tienen mal despertar. El «mecagüen el copón», de don Matías, que en esos momentos estaba a punto de llegar al orgasmo con la adolescente hija de su capataz. El «por Dios y la Virgen», de Angustias, la esposa de don Matías, que se había quedado traspuesta mirando el polvo fino que entraba por entre las rendijas de la ventana, con el joven cuerpo adolescente del hijo del capataz sobre el suyo.

—Corre, vístete, no vaya a venir mi mujer.

—Señorito, no me habré quedado preñada.

—No mujer, no, que no me ha dado tiempo siquiera a…, anda sal tirando, ¡copón!

Y la chiquilla, a pesar de las palabras de don Matías no necesita vestirse, que don Matías le ha levantado la falda y no ha esperado quitarle lo que no llevaba. Pero, la chiquilla, tiene miedo, su padre está preocupado, porque dice que el amo lo va a echar, por haberle pillado en un descuido con el grano, y solo fue a interceder por él, la respuesta del cacique ya la sabemos.  A pesar de todo, la chiquilla se vuelve, implorante.

—¿Don Matías, perdona a mi padre? Por lo que más quiera, perdone a mi padre.

—Como vuelvas a preguntar, y nos pille mi mujer, te vas a enterar. Mañana vienes otra vez y lo hablamos, ¿vale?

—Miguelillo, despierta. ¿No escuchas ese ruido?

Y Miguelillo, despierta, también se había quedado traspuesto sobre el cuerpo de su ama, después de recibir bocados en el pecho de doña Angustias, para evitar gritar.

—¡Qué diferencia, Dios mío! ¡La Virgen Santísima! Como se nota la juventud. ¡Qué placer tan intenso! Seguro que de tanto goce me habré quedado preñada… —piensa, doña Angustias, mientras contempla al adolescente vestirse con prisas —Esto no lo confieso ni a don Pascual. Que, si voy al infierno, primero he visto el cielo. Siempre puedo ir a la Iglesia de los Jerónimos, cuando voy a Madrid, o a la Iglesia de san Miguel, cuando voy a Cuenca.

Mientras se viste Miguelillo, contempla a doña Angustias persignase al tiempo que se acomoda el camisón, mientras le sonríe comiéndoselo con los ojos.  Aprovecha para recordarle lo que le ha llevado a hablar con doña Angustias, terminando en el cuarto del ama, justo en el otro extremo de la casona, porque don Matías y doña Angustias las siestas en el verano las echan por separado, que hace mucho calor. Sin embargo, en alguna ocasión no duermen, ni están solos en la cama.

—Doña Angustias…—titubea Miguelillo — ¿va a usted a hablar con don Matías, para que perdone a mi padre?

—Sí, Miguelillo, sí, pero de vez en cuando me tienes que traer agua fresca de la fuente, y de vez en cuando debes echarme algún tronco a la chimenea, para avivar la lumbre…—doña Angustias emplea un doble sentido, que el inocente chiquillo no capta.

—Sí, ya lo hago señora. ¿Perdonará a mi padre? ¿Le va a decir al amo, que perdone a mi padre?

—Sí, sí, y sí. Pero sal corriendo, no vaya a venir el amo, y me tenga que confesar antes de tiempo.

Sí, el artilugio ha despertado a quienes estaban durmiendo o jugando a juegos de cama.  A pesar de todo, lo que prima son los gritos alegres de la chiquillería, que entusiasmados amenazan con cortar el camino al coche, atravesándose y arriesgándose a que se los lleve por delante aquel coche sin caballos, atropellándolos bajo sus ruedas, o lo que sería más cómico, que el chofer, que circula intentando evitar los baches, coja uno y vuelque. Dentro va don Cornelio, veinteañero, hijo de don Matías y doña Angustias, que tuvo la fatalidad de nacer el 16 de septiembre, festividad de San Cornelio, y su madre, doña Angustias, había prometido ponerle el nombre del santo del día.  Estudiante de derecho en Madrid, «un calavera», que paga a otros compañeros para que le suplanten en los exámenes y que se dedica con la asignación de sus padres a vivir la vida loca de la capital del reino.   También va un fotógrafo, amigo íntimo suyo y…

—La ventaja que tienen los coches de caballos, que con la fusta apartas al populacho —dijo don Cornelio —mientras su mano avanzaba por debajo de las enaguas de Engracia, hasta llegar sus dedos a enredarse en el pubis de ella, que sonreía condescendiente. Es su última amante, una espectacular prostituta del barrio de Salamanca de Madrid, a la cual ha alquilado para deslumbrar a sus paisanos, y hacerla pasar ante los ojos de su padre por la hija de Romanones, para que viese que no perdía el tiempo, que no solo era un ejemplar estudiante, sino que también buscaba un puesto en la vida, que le diese más que el trabajo de picapleitos. Para lo cual había aleccionado muy bien a Engracia. Si él tenía tablas, más las tenía ella.  Terminó siendo conocida en Villarejo de Fuentes como Doña Engracia. Cuentan que don Cornelio terminó haciendo honor a su nombre y que doña Engracia, disfrutó de las muchas gracias de los mozos de Villarejo y más de Madrid, donde él hizo carrera política al final en el Partido Conservador, siendo excelente orador y defensor de la moral, la familia y la fe cristiana.  Doña Engracia lo apoyó en todo y suplió las carencias en la cama, que la política restaba a don Cornelio, con otros sustitutos, ya que el señorito no la abastecía todo lo que ella necesitaba y estaba acostumbrada.

La prostituta lanza un gritito apenas audible, don Cornelio ha llevado sus dedos hasta la gruta prohibida, ríe irónico y susurra algo al oído de ella, que ella con el traqueteo y los gritos de algarabía de la chiquillería no escucha. Engracia aprieta la mano de él, tal vez para que la retire, él lo toma como una invitación a seguir.  El fotógrafo que se encuentra en los asientos de enfrente, intenta disimular la risa nerviosa de conejo que le sale sin querer. Mientras se imagina el bello cuerpo de Engracia, desnudo, cuando lo fotografió para el señor marqués de Mamandurria. Retratos a los que sacó rendimiento económico, que a él le dieron beneficio por venderlas a varios nobles y jóvenes pajilleros de la alta sociedad madrileña y de provincias. Uno de ellos don Cornelio. Que, tras trabajar su onanismo ante los retratos de la bella Engracia, rogó e imploró al retratista conocer a la modelo, como tantos otros.

El retratista conocía bien a la susodicha, conoció sus pechos duros como piedras y su vientre de terciopelo fino, las caricias de sus pestañas, abanicándole el bajo vientre.  Pero él, el retratista, tuvo los servicios de balde, por la mucha clientela que le proporcionaba con sus retratos artísticos. Engracia, también aumentó beneficios y caché. Entonces llegó él, Don Cornelio, y la quiso sólo para él. Ella se negó al principio. Cuanto más se negaba más ofrecimientos realizaba don Cornelio, el último, que no rechazó, casarse con ella; pero eso vino después. Ahora le había ofrecido ser vizcondesa de Romanones, hija del conde de Romanones, un viaje a la tierra de don Quijote, y más reales de los que ganaría quedándose en Madrid.

Cuando salen de la calle Constantino Alhambra, para llegar a las eras, el gritito se convierte en espasmo y sofoco.

Paran antes de llegar a la era. Ella dice que no está en condiciones de bajar. Don Cornelio la anima a bajar.

—Venga, que hemos venido adrede para que veas de dónde sale el pan que te comes.

—Por Dios, que me tiemblan las piernas. Tanto polvo, que levantan esos lugareños. Hasta mi garganta llega y me la reseca… —se niega Engracia intentando acomodarse la falda. 

—Antonio, pues baja tú, y los retratas —le dice al retratista.

—Desde el coche puedo —contesta, mientras intenta colocarse la levita sobre los pantalones, a la altura de la bragueta.

Baja el señorito, si más acompañamiento, la idea era retratarse junto a Engracia en la era, pero si ella se niega, y el retratista tiene problemas de calzones, él tampoco quiere llenarse de polvo, y desde un pequeño montículo llama a Sebastián, el capataz de su padre.

—Qué alegría señorito don Cornelio. Que alegría más grande. Me viene usted como agua de mayo. Ya sabe usted que yo lo quiero como si fuese mi hijo…, tengo que hablar con usted, por un problemilla...

Si alguien hubiese mirado las facciones del capataz y las de don Cornelio, salvando que unas estaban ajadas y quemadas por el sol, y las otras blancas y juveniles, habría encontrado cierto parecido, y es que él también, alguna vez consoló a la señora doña Angustias, madre de don Cornelio, aquella vez que doña Angustias, pilló con la mujer del capataz a su marido. Esa noche hubo un intercambio de parejas, sin que todos los intervinientes tuviesen conocimientos de ello. Nueve meses después, nacieron dos hermosas criaturas, Manuela, hija mayor del capataz y Cornelio, hijo mayor de don Matías. Tal vez de sus respectivas esposas.

—Sebastián, que traigo un amigo retratista, que quiere que poséis para él.

— ¿Posemos? ¿Cómo la madre del vino en la tinaja? —Preguntó sin comprender.

—Ignorante. No seas bruto. Quiero decir que os pongáis para que os retrate. —Increpó suspirando don Cornelio mientras que se ponía el sombrero de copa, para evitar los rayos de sol, que caía con toda su justicia.

Los jornaleros, comenzaron a ablentar, a trillar, a meter el trigo en los costales, a descargar gavillas, a levantar polvo.

—Parar por Dios. ¡Qué polvisca infernal! ¿No podéis hacer las cosas sin levantar polvo?

—Señorito, que dice el dicho, que quien no quiera polvo, no vaya a la era.

—Vale, vale. Hacer como que hacéis algo, sin hacer nada. Y sin moveros, sino el retrato no sale.

Foto cortesía de Inda Fernández, Villarejo de Fuentes (Cuenca)

Quien no quiera polvo, no vaya a la era, forma parte del libro Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre, disponible a través del autor y en Amazon.









No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...